Cada cierto tiempo –sea de forma real o inventada para meter miedo- regresa la campaña para modificar el régimen económico de la Constitución. El régimen económico, en términos simples, consiste en las normas o principios que definen el rol del Estado en materia económica y su relación con la actividad empresarial.
Habitualmente se dice que Perú tiene una constitución particularmente liberal en lo económico, llamándola “neoliberal”, despectivamente. Ésta sería la razón por la que personas con tendencias intervencionistas la quieren cambiar; pero lo cierto es que nuestra Constitución no es tan liberal como a ellos les gustaría creer o hacernos creer.
Entre los años 1980 y 2000, todos los países de la región cambiaron o modificaron de forma profunda sus constituciones. Muchos de los cambios introducidos fueron en el capítulo económico y en todos los casos las constituciones latinoamericanas fueron influenciadas por el Consenso de Washington. El Consenso, fuera de ser la panacea del liberalismo, se basa en recomendaciones que –al momento de su elaboración- eran consideradas políticas económicas ortodoxas en el Banco Mundial: estabilidad monetaria; gasto público responsable; apertura comercial; regulación razonable y respeto a la propiedad privada, son algunas de las prescripciones básicas que forman parte de dicho consenso. Incluso países como Venezuela, Ecuador o Bolivia adoptaron estas reformas, al menos en el papel, y no por eso se volvieron neoliberales.
En el caso peruano, el cambio no fue dramático: se introdujeron algunas provisiones sobre rol subsidiario de la actividad empresarial del Estado y respeto de la inversión extrajera, pero se mantuvieron muchas provisiones que ya existían en la Constitución de 1970, incluyendo nuestra caracterización como una economía social de mercado.
Bajo dicha definición, nuestra economía se basa en promover la competencia, la inversión privada, el respeto a la propiedad, pero también tiene un componente social, que es claro cuando nuestra Constitución habla del rol del Estado en educación, salud e infraestructura, por ejemplo. Por otro lado, la Constitución no solo define el modelo, sino que crea instituciones que lo llevan a la práctica. Si, por un lado, tenemos una institución bastante preocupada en la estabilidad económica –pero no en el libre mercado necesariamente- como el Banco Central; por otro, tenemos a otras muy preocupadas por los derechos de las minorías vulnerables, como el Tribunal Constitucional.
Nuestro régimen económico también ha funcionado –al menos parcialmente- en la práctica. Actualmente gozamos de estabilidad económica; el país ha crecido a un ritmo aceptable en las últimas décadas (aunque la inoperancia de los últimos años está comenzando a pasar factura); se han privatizado y ha mejorado el servicio en ámbitos como la telefonía; y, no sufrimos casos flagrantes de expropiaciones sin justificación. Pero aún estamos a medio camino, pues algunas reformas necesarias nunca se hicieron (nuestras normas laborales son de las más costosas de la región y generan informalidad); el Estado aún conserva empresas que quizá no debería (por ejemplo, Petroperú), sin mucho sustento; y, no hemos encontrado una buena fórmula para resistir el impulso regulatorio de nuestros legisladores u organismos reguladores. En alguna medida, además, la privatización trajo como resultado la regulación. La tramitología, burocracia y excesiva regulación, siguen siendo un lastre.
En ese contexto, no se entiende que nuestro modelo sea llamado neoliberal, y menos aún que sea criticado por adoptar medidas –por lo demás, ortodoxas- que eran necesarias, fueron unánimemente adoptadas en la región y que han tenido buenos resultados. Ir contra nuestro modelo, solo se explica por un afán en llevarnos al pasado, cuando un teléfono costaba lo mismo que una casa y había que hacer cola para comprar pan.
Escrito para el diario Gestión.