Pasar al contenido principal

En 1906, la alemana Auguste Deter falleció con poco más de 50 años. Ella había sido tratada por un médico especialista en psiquiatría llamado Alois Alzheimer, que recogió varios de los síntomas que la habían llevado a la postración, como problemas de memoria, confusión mental y agresividad, y que fueron progresando poco a poco hasta su muerte.

El interés del Dr. Alzheimer en este caso lo llevó a dedicar gran parte de su carrera a la investigación del mal. Años después, médicos contemporáneos continuaron con sus estudios y decidieron darle el nombre de enfermedad de Alzheimer a un grupo de síndromes demenciales, en honor al Dr. Alois.

A lo largo del siglo XX, el Alzheimer ha recibido muchas denominaciones, como demencia senil o desorden neurocognitivo. Hoy, conocemos información importante sobre el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos neurocognitivos (TNC) producidos por el Alzheimer, aunque no existen terapias curativas comprobadas para estos. Lo que sí se ha podido determinar con claridad son los factores de riesgo que contribuyen a la aparición del mal, como el pobre nivel educativo del paciente, las enfermedades cardiovasculares, la diabetes mellitus tipo II, factores genéticos, traumas cerebrales, y otros, entre los que se incluye de manera controversial– a la edad avanzada (pues existen muchísimas personas mayores de 80 años a las que no se les ha encontrado ningún indicio clínico de TNC por Alzheimer).

En nuestro país, se calcula que más de 20 mil personas –generalmente mayores de 50 años– sufren de Alzheimer. Las proyecciones, sin embargo, apuntan a que el número se duplicará en los próximos 10 años. Y que, inclusive, podríamos alcanzar el millón en el 2050.

Lo más preocupante de todo es que el 80% de los casos de Alzheimer no son diagnosticados en su etapa inicial, y solo se hacen visibles cuando el paciente presenta algún síntoma como paranoia, alucinaciones o agitación psíquica nocturna; es decir, cuando la enfermedad ya se encuentra en un estado avanzado.

Así también, en el Perú, el 95% de los gastos por el tratamiento del paciente es asumido en solitario por las familias. El cuidador normalmente es el cónyuge o uno de los hijos, que asumen la responsabilidad del enfermo sin contar con la preparación adecuada para lidiar con esta enfermedad.

Alrededor del mundo, neurólogos, psiquiatras, geriatras, psicólogos y neuropsicólogos dedican su carrera entera a la investigación del Alzheimer. La cantidad de profesionales de la salud que se abocan a inspeccionar el mal es apenas una prueba del enfoque interdisciplinario que requiere esta enfermedad, pues mientras los neurólogos y psiquiatras se enfocan en evaluar a los pacientes, los geriatras se preocupan también por el impacto que genera el mal en el día a día de las familias.

Hoy sabemos, también, de varios medicamentos que mejoran la enfermedad –aunque no la curan– y que retrasan de forma significativa su impacto neurológico. Conocemos, por ejemplo, que en el manejo de los pacientes con Alzheimer el rol de la familia es crucial para dotar de soporte social y emocional constante al afectado. Además, la estimulación cognitiva y la actividad física son importantes, no solo como medidas preventivas, sino también como tratamientos que han demostrado cierta utilidad.

El tema, además, se irá volviendo importante en los años siguientes. Hoy podemos anticipar que la población peruana mayor de 60 años irá aumentando a pasos agigantados en las próximas décadas. Muchos llegarán a la vejez con hipertensión, diabetes y otros factores de riesgo que propician la aparición del Alzheimer. Si modificamos nuestro estilo de vida y mejoramos nuestra salud desde jóvenes, nuestros cerebros llegarán a la adultez con una reserva funcional cognitiva más fuerte, por lo que las probabilidades de padecer este tipo de enfermedades serán menores.

Las TNC por Alzheimer son perfectamente prevenibles. Demos prioridad a nuestra salud y a los de nuestros familiares. No esperemos a que aparezcan los síntomas y hagamos que sea una costumbre llevarlos a chequeos preventivos para detectar tempranamente el mal y, así, tener mayores oportunidades de tratarlo.